TODA LA VIDA EN LA IGLESIA
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“Llevo una vida entera metido en la iglesia. Perdiendo las oportunidades que el mundo me ofrece. Quiero vivir mi vida, andar en la mía.” –palabras de un hijo de pastor.
Si las oportunidades para disfrutar que otorga el mundo son mejores o más atractivas, ¿Qué puede ofrecerle Dios, a través de su iglesia o congregación, a un joven nacido y criado en la iglesia?
Si el tema es qué ofrecemos al mundo juvenil y si los miramos como clientes a satisfacer, lo que habría que considerar entonces, es: ¿debemos “competir” con el mundo y hacer de la iglesia un lugar en dónde todos se sientan bien?
Si esto es así, no debieran faltar las diversiones, la buena música, las salidas a los shoppings a comer hamburguesas y por supuesto, jugar al billar, ir al bowling o jugar a la pelota. Tener la libertad o el derecho de ir al Cine para ver la última saga de alguna gran producción fílmica, asistir a ver el próximo clásico de fútbol y ser parte de una “red de amigos” libres –o liberales-, que compartan sus interesantes diálogos por internet en todas sus formas. Esa sí que sería una iglesia “atractiva” para los jóvenes de hoy. Tendríamos que crear una iglesia que proteja y se desvele por no perder a sus “futuros ministros” ante los intensos llamados que les hace el mundo. Ahora bien, los peligros de la fornicación, el ingreso al mundo de las drogas o el alcohol, son mínimos, ya que ellos tienen la “madurez espiritual” que lograron en tantos años de cultos y manifestaciones espirituales, que no le temen a casi nada.
El tema es: Ser digno o indigno, esa es la cuestión
Del latín “dignitas”, dignidad significa valioso, con honor, merecedor; respeto y estima que se merece algo o alguien. Es una excelencia, un realce de una acción.
“Y el que no toma su cruz, y sigue en pos de mí, no es digno de mí” –Jesús. Mat.10.38. ¿Cómo podría ser digno alguien que no se ha identificado con Cristo? ¿Será posible tener cristianos sin Cristo dentro de una iglesia?
Menospreciar algo es tenerlo en poco, no valorarlo ni encontrarle algo de interés o importancia. Lo que se menosprecia tiende a perderse con facilidad. Por el contrario, Apreciar, es valorar, estimar y tener en sumo afecto algo. Si el discipulado de Cristo hubiese comenzado aceptando todas las premisas anteriores, aquellas de adecuarnos al mundo para no irse de la iglesia, entonces tendríamos discípulos “indignos de él” y aceptar un cristianismo sin cruz sería perderse en el desierto de cualquier religión o filosofía que no lleva ninguna parte. Por demás estaría el Plan de la eterna Redención del hombre. Por demás, murió Cristo. El costo o el precio de la redención desaparecería por completo.
La búsqueda de la libertad personal, el derecho que tenemos de “expresarnos” de cómo nos dé la gana, es un asunto muy claro: Dios no lo inhibe en absoluto, aunque esa forma de expresión sea hacer nuestra propia voluntad y vivir lejos de sus Mandamientos y muy ausentes de su Persona.
“Vive como si Dios no existiera”, esa es la máxima de quienes buscan en la vida el placer y andar en la suya a cada paso; esta filosofía hedonista ha golpeado brutalmente las puertas de nuestras iglesias. Estos sibaritas del placer, no niegan la existencia de Dios –no tienen argumentos-, pero viven como si Dios estuviera en el cielo, muy lejos de la tierra, y sintiéndose con el derecho a disfrutar a más no poder, de todo lo que encuentran en el camino. Lo más triste es que alguna vez conocieron a Dios –si es que realmente lo conocieron, diría un calvinista- y se fueron a un rincón de su propiedad privada para hacer lo ellos quieren. “A mi manera…” dice una clásica canción de Elvis y Sinatra. Sí, se trata de vivir a mi manera, pero se olvidan que también morirán por su manera. Ambos murieron “de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Heb.9.27).
Lo que hay en el mundo
A Messi no lo encontramos en una iglesia, hay que salir al mundo para verlo. A Madonna no se le escucha en una iglesia, hay que ir a un concierto para verla. A los actores de cine, cantantes populares, genios musicales del rock y toda clase de artista pop, no se les encuentra en una iglesia, ellos están el mundo, -son mundanos-, y ellos les gustan a todo el mundo, entonces, para apreciarlos, hay que ir al mundo. Con esto no estoy negando que no exista arte y genialidad fuera de la iglesia, pero un asunto es mirar, admirar e informarse y otro muy distinto es contemplar para venerar y adorar.
El problema es que el mundo pasa y sus deseos. Allí todo es cambiante y efímero, las modas tal como se imponen, desaparecen y cambian, detrás de un cúmulo intenso de insatisfacción general, con todas sus atracciones, los amigos, drogas y alcohol, sexo ilícito y diversiones al por doquier, el mundo siempre acaba mal. Las fiestas siempre terminan y cuando nos damos cuenta del error, ya se nos ha ido la vida. Las manos vacías serán lo único que queda después del jolgorio y las pasiones desbordadas.
Es significativo que el diablo pretendiera hacer caer al Hijo de Dios, en el monte de la tentación, mostrándole todas las glorias de este mundo y Jesús las rehusara. Cuando quisieron hacerlo rey y los aplausos o reconocimientos caían sobre él, dijo: ¡Gloria de los hombres no recibo! (Juan 5.41). ¡Con qué facilidad olvidamos que el que ama al mundo, el amor del Padre no está en él! (1Jn.2.15).
¡Si no conoces el mundo, muy poco puedes hablar de él! –dicen algunos sabios “consejeros”-. Entonces, ¿habrá que ir a darse una vueltecita al mundo para comprobar esto y adquirir un “testimonio” firme y verdadero?
Aprendemos de dos formas: Por enseñanza (consejo) o por experiencias. Éstas últimas conllevan en sí golpes. Los Proverbios son consejos sabios, son advertencias solemnes para no recibir el golpe. Los osados –insensatos- pasan y los reciben (Prov.22.3).
Tengo algunas preguntas al respecto: ¿Cuándo es que el hijo pródigo “vuelve en sí” de su extravío? ¿Será cuando advierte qué clase de alimentos está comiendo y de quienes está rodeado? ¿Será cuando se acaban los recursos y aparece el hambre y el abandono?
Lo más triste es menospreciar la herencia que recibimos, una herencia a la que no teníamos derecho alguno y que nos fue compartida en el seno de esa iglesia. Es la fe no fingida que recibimos de nuestros mayores y que nos guiaron en nuestros primeros pasos sobre esta tierra. Esa herencia de fe -y que tiene repercusión en la eternidad- es la que no pueden advertir –o sencillamente no quieren ver-, los que abandonan la iglesia. Y no hay excusa posible. Los niveles de conocimiento que tenemos no anulan nuestra capacidad de “discernimiento”. Somos responsables en la justa medida por lo que sea que Dios que nos haya revelado. Al que se le dio mucho como al que se le dio poco, a la hora de ser llamados para rendir cuenta, ambos recibirán un juicio justo de parte de Dios. Lo que sí puedo anticipar es que, menospreciar, tener en poco y subestimar, en otras palabras, dejar de amar a Dios, acarrea funestas consecuencias para el futuro.
La ingratitud, el mal del siglo.
No agradecemos ni siquiera la vida con todos sus regalos que ella nos dispensa cada día. Queriendo ser “dioses independientes”, nos convertimos en islas solitarias que buscan formar archipiélagos, pequeños montes que aspiran a ser montañas; venimos a ser simples y frágiles torres hechas de arcilla y bitumen que no alcanzan a pellizcar las primeras nubes; somos flor de un día, un triste tamo rodando por laderas y arenales. Sin sonido, sin voz, sin otro destino que morir eternamente, separados para siempre de aquello que un día menospreciamos. Esta pérdida eterna incluye, la salud, el dinero, el trabajo, la familia y la capacidad de disfrute… todo eso perdemos, toda la herencia, toda nuestra vida y por nada. Lo peor de todo, es que lo que no se pierde jamás, ni es puesta en olvido como algunos presumen, es la memoria y ella alimenta el dolor. Todo por ser ingratos.
Los que vuelven –“los que vuelven en sí”- llegan heridos, marcados en el alma y buscando “liberación” de un pasado atosigante. La “vueltecita por el mundo” no les enseñó nada. Por último, si algo aprendieron, fue conocer la gracia de Dios a la que ningún ser humano tenía derecho alguno. Los fantasmas –o traumas-, con frecuencia reaparecen en sus caminos y los bloquean, los recuerdos son un dolor constante por haber sido infieles a Aquel que siempre les fue fiel. Abandonaron a la Amada de su Corazón: La Iglesia de Cristo, la menospreciaron por ser “imperfecta” y por no darles lo que sus apetencias carnales demandaban. Tuvieron en poco los cultos de alabanza a Dios, el discipulado, la oración y la lectura de las Sagradas Escrituras; olvidaron sus enseñanzas, ignoraron al Espíritu Santo, archivaron sus “records” de Escuela Dominical y el Grupo de Jóvenes, su Certificado de Bautismo nadie sabe dónde está y sus Biblias se llenaron de polvo. ¿No les hubiera sido mejor no haberlo conocido? (2Ped.2.21).
“He perdido mi tiempo dentro de la iglesia” –fueron las palabras de uno que conoció muy de cerca la bondad de Dios, sus cuidados y sus bendiciones. Si no es dolor lo que siento, es tristeza profunda, sin límite. Me pregunto: ¿Cómo estará el corazón de Dios después de contemplar a este mundo esta mañana?
“He servido a mi Señor Jesucristo durante 86 años y nunca me ha causado daño alguno él mismo. ¿Cómo puedo negar a mi Rey, que hasta el momento me ha guardado de todo mal, y además me ha sido fiel en redimirme?” (Policarpo 155 d.C., un mártir de la iglesia).
Algunas conclusiones
Por más de cuatro décadas he permanecido en la iglesia. Aunque no siempre lo he vivido intensamente, si he vivido con gratitud y comprometido con esta digna institución tan amada por Cristo, que es Su Iglesia. En este breve recorrido terrenal y eclesiástico, he visto miles de personas cruzarse en mi camino: creyentes bautizados, espontáneos e incondicionales, pero “temporeros”, débiles y fuertes, dubitativos y cuestionadores, presuntuosos de su fe, con obras más, con hechos menos, llenos de promesas incumplidas, con testimonios espirituales al borde de ser increíbles, etc., y a muchos –por no decir: cientos- los he visto desertar, he sabido de sus caídas, de sus renuncias y abandono hasta perderse en inciertos horizontes. Hastiados –según ellos-, de Dios, de la iglesia, de sus normas, de la falta de libertad, de amenazas y restricciones, etc., etc. La falta de honestidad es evidente, la búsqueda del arbusto que esconde las escondidas apetencias por lo malo y la proyección de la culpa en otros, caracterizan a estos pequeños que apostatan de Aquél que vino solo a hacerles el bien. Espero que llegue el tiempo, y Dios en su providencia lo permita, que vuelva ese hijo perdido y pueda tener la oportunidad de decir: ¡Padre he pecado contra el cielo y contra ti…! Por ahí comienza la restauración.
La gracia de Dios es para los que reconocen su necesidad de Dios, la misericordia de Dios es para los miserables y los que viven lejos de Dios, viven en la misma miseria. De allá nos sacó el Señor y ahora, por gracia somos salvos.
Por mi parte, sin compararme con ninguno de ellos, en medio de todas mis luchas, lo único que he pedido en la vida, es no dejar de mirar al Señor jamás. A mi verdadero líder, a Aquél que me llamó, me perdonó, me hizo renacer y me bendijo mucho más abundantemente de lo que nunca imaginé. Espero, estar con él hasta al final de mis días. Su mano me sostiene… a él toda la gloria. AGAL (190413).-